El procrastinador debe morir
- Alejandro Orozco
- 30 dic 2020
- 2 Min. de lectura
El procrastinador debe morir. Esa es la verdad. No se trata de una sentencia; más bien de una resolución inapelable, resultado de una suma lógica y exagerada de eventualidades que lo llevarán al inequívoco final del cuento. Estamos advertidos. A nadie deberá sorprender entonces el hecho de que las últimas palabras sean justamente las que anuncien su fatídico desenlace. Es coherente, es justo. Desde que aceptó sus primeras transformaciones, producto de cuestionamientos metafísicos y religiosos, el procrastinador conocía su destino. Ya fueran verdad, ciencia o arte negra, las metamorfosis que se infligía a sí mismo, y que le obligaban a trasgredir fronteras entre lo plausible, lo impensable y lo infausto, la receta terminaba siempre en lo mismo: la inevitable muerte del procrastinador. La primera vez se le vio soñando que volaba, pero cuando se le presentó la posibilidad de materializar el sueño, decidió postergarlo para la mañana siguiente. Esa mañana fue lo del dinosaurio. ¿Quién decide el peso de las consecuencias que vendrán? Quizá el dueño de las palabras. La tercera vez que alguien vio al procrastinador aún no portaba ese nombre en la solapa, sino uno más común, ad hoc a su género. Seguía formulando preguntas acerca del destino, la paz mundial, y no se sabe qué extrañas invasiones. Decidí ignorarlo por absurdo, aburrido y predecible. Así continuó su devenir, fingiendo desconocer lo que intuía de antemano. Actuaba como quien no ha leído ese libro prohibido que se esconde en el sótano que llevamos dentro y que guía sus decisiones por los rumores de quienes han ojeado sus páginas. Los rumores machacaban la teoría de que al final del cuento sólo una cosa podía acontecer.
Finalmente, apareció esta tarde. En este café. Se quita el sombrero y reclama, a manera de pregunta y con los ojos desencantados, ¿puede alguien anticipar su suerte? ¿Adivinar lo que viene al doblar la esquina? Como nadie le responde, el procrastinador inquiere de nuevo, mirándome profundamente. Dime, ¿qué ha de ser de mí? Yo sonrío, nervioso, jugando con la oreja de mi taza. Miro sus dedos largos y afilados, su rostro que se desvanece frente a mí, sus ropas volviéndose hebras invisibles. No sé si decirle.
Sábado, 4 de septiembre, 2010
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