El resplandor
- Alejandro Orozco
- 12 dic 2020
- 10 Min. de lectura
Para Lorelei
No se trataba de un día cualquiera. De todos los días vividos por la humanidad, aquel era el que hombres y mujeres habían aguardado con mayor desesperación. Era un día de libertad, con olor a nuevo y sensación de triunfo. Durante los últimos meses, los habitantes del planeta habían permanecido en sus casas, defendiéndose de una plaga invisible que amenazó con diezmar a la población de una forma más severa de lo que recordaban los libros de Historia. Ningún ser humano en ninguno de los siete continentes estuvo a salvo. Fueron días terribles en los que aun los espíritus más resistentes y templados temblaron pues, aunque nadie estaba de acuerdo con respecto al origen de la plaga, en una cosa sí concordaron todos: ante la posibilidad de no volver a ver el sol, la única alternativa era el encierro.
El encierro duró más de lo que muchos pudieron soportar. En mayor o menor medida, cada uno pagó el precio del aislamiento; quienes no murieron por la plaga, morirían de soledad. Pero eso había llegado a su fin. Justo el día anterior, reunidos alrededor de las pantallas de sus dispositivos y contagiados de una algarabía histérica, el mundo escuchó a sus líderes declarar el levantamiento del embargo, el final de la tormenta; era hora de iniciar la marcha hacia un nuevo futuro. Con la noticia del fin de la cuarentena se vaciaron las casas y volvieron a colmarse las calles. Nadie en su sano juicio querría permanecer un minuto más adentro, rodeado de esas cuatro paredes que llegaron a detestar como se detesta a una celda o a un ataúd. No se trataba entonces de un día cualquiera. Debería ser especial. Aun así, algo no estaba bien.
Por más que silbaba y levantaba las manos, Pedro no conseguía que el capitán anotara su nombre en la lista de espera. Él y su familia llevaban más de dos horas esperando, y como se veían las cosas, tendrían que esperar otras dos más. A esa hora de la mañana, el restaurant estaba a reventar. Toreando quejas, amenazas e insultos, el capitán iba y venía, de la cocina a la caja, luego otra vez a la cocina, y finalmente de regreso al mezanine donde, haciendo acopio de templanza, pedía a los clientes tranquilidad. Pedro aguardaba de pie, cambiando impacientemente de postura. Por un momento pensó en irse a otro lugar, pero inmediatamente desechó la idea: la misma escena se estaría repitiendo en cada pueblo y ciudad de la Tierra. Plazas, zócalos, iglesias, restaurantes, cines, calles, salones y parques atestados de personas; hombres y mujeres, jóvenes y viejos, parejas y familias, solos o acompañados, buscando embriagarse de la libertad recién recuperada. Un alfiler no cabría en aquel nervioso mar de gente. Cambiar de restaurant hubiera sido una tonta decisión.
- ¿Falta mucho, papi? – preguntó Yolanda jalándole la manga del pantalón. La niña de cinco años tenía la mirada cansada; crujidos de hambre resonaban en su barriga.
- Ya casi, princesa – respondió él viendo que el gerente, harto de una nueva oleada de insultos, se escondía en el baño. Pedro miró hacia la puerta del restaurant donde Clara, su esposa, cruzaba y descruzaba los brazos. Mezcla de hastío, ansiedad y decepción, la cara de Clara era la misma que la de las otras personas del restaurant.
- Algo no está bien – pensó Pedro observando a las personas saltar en segundos de una artificial histeria a una furiosa ansiedad -. Algo está fuera de lugar… estamos fuera de lugar.
Recargados en una columna, unos novios se besaron sin emoción. En la terraza, una familia de ocho masticaba su desayuno en silencio, con la mirada atrincherada en sus platos. Pedro sintió un escalofrío. Muy dentro tuvo la sospecha de que la enfermedad no había sido vencida en realidad, sino que más bien se había mudado a un rincón más profundo, incapacitando a sus víctimas para sentir regocijo.
- No tiene sentido – pensó Pedro haciéndole aspavientos al capitán que finalmente había salido del baño -. No es lo que dijimos que haríamos.
Recordó las conversaciones virtuales que a distancia había tenido con amigos y familiares, en las que contaban lo que harían cuando terminara la cuarentena. Los lugares que visitarían, la comida que disfrutarían, las conversaciones que sostendrían, los amigos que abrazarían. Sin embargo, debajo de las sonrisas y las promesas, Pedro detectaba una desesperación creciente, un callado grito de auxilio que no se atrevía a salir. No eran las cuatro paredes lo único que resentían; eran también las personas con las que compartían el encierro.
Él y su esposa no fueron inmunes. A las seis semanas de declarada la cuarentena, Pedro comenzó a notar el cambio en Clara. Al principio fue algo sutil, casi imperceptible, miradas vacías, gestos diplomáticos, comentarios secos, silencios prolongados, monosílabos. Pero con el paso de los días, la amaestrada amargura estalló en salvaje efervescencia. Los reclamos se volvieron evidentes, así como el llanto, constante. Pronto él se contagió. Desde el momento en que despertaban discutían por cualquier cosa, echándose en cara fallas del pasado y explotando culpas presentes. Así pasaron los días, hasta que la distancia entre ellos se volvió insalvable. Cuando se cruzaban en alguna zona de la casa, el uno hundía la cara en su teléfono mientras la otra pretendía buscar cualquier cosa en los libreros. Llegó un momento en el que ni siquiera se tomaban la molestia de inventar pretextos para evitarse; lo hacían abiertamente, cada uno retrayéndose más y más dentro de su fortaleza existencial. Comunicarse con el exterior fue la única manera de mantener la poca cordura familiar que les quedaba. Aun así, a pesar de las juntas y reuniones que inventaban para no verse, terminado el quinto mes era obvio que el matrimonio había llegado a su fin. Pedro decidió aguardar a que terminara la pandemia para ver si un milagro los salvaba de lo inevitable.
Como siempre ocurre con los fenómenos inexplicables, la pandemia dio origen a un sinfín de rumores y leyendas urbanas. Siniestras teorías de conspiración, que iban desde el origen extraterrestre del virus hasta la intención de poderes supremos de inyectar chips en los humanos cuando apareciera la vacuna, incendiaron las redes durante la cuarentena. De todas ellas, la que encontró nido en la mente de Pedro fue una historia que alguien contó en una de sus reuniones virtuales. La historia hablaba de una pareja que, decretado el claustro, había quedado separada en extremos opuestos del mundo. El amor que los unía era tan fuerte y la necesidad de estar juntos tan poderosa, que el distanciamiento amenazó con destruirlos. Desesperado por no poder estar con la mujer que adoraba, el hombre adquirió la sustancia de los elementos para volar hacia ella. Al mismo tiempo, sintiendo el inminente peligro de desvanecerse si no veía pronto al hombre que la completaba, ella usurpó el rostro de los astros para besarlo en su soledad. Fue así como hombre y mujer encontraron la manera de vencer la distancia: él convertido en viento y ella transformada en luna. Tales eran las ficciones que la gente inventaba para romantizar la adversidad. A pesar de lo fantasiosa y absurda que parecía, la leyenda creció y fue ganando popularidad conforme la cuarentena se volvía más exigente. Muchas bromas surgieron a partir de esta historia. Si la pandemia los hubiera atrapado juntos ya se habrían matado, decían algunos riendo con amargura. No saben lo afortunados que son de estar separados, decían otros. Pedro reía con cada broma, aunque muy dentro deseaba que la historia de los dos amantes fuera real. El enemigo no es el virus, pensó una noche mientras miraba fotos en su computadora. En las imágenes aparecían los dos, Clara y él, en diferentes momentos de su vida, desde la última navidad hasta el día en que se conocieron por primera vez. Días felices. Una de esas imágenes lo rasguñó en lo más profundo. Fue el día en el que ella aceptó casarse con él. Sus rostros iluminados lo decían todo. Años después, esos mismos rostros se habían apagado. Lo perdimos, murmuró con melancolía. No supimos protegerlo y lo perdimos. Negando con la cabeza, Pedro apagó la computadora y se fue a dormir al sillón.
Pero Pedro no era el único en resentir el vórtex que succionaba la vida de su hogar. De vez en cuando escuchaba callados sollozos provenientes del baño o del interior de su recámara. Clara languidecía, también. Por su parte, temerosa de la respuesta que intuía en su interior, Yolanda evitaba preguntarles a sus padres cuál era el motivo de aquellos silencios. El amor no sabe de la muerte hasta que es demasiado tarde. Sin nada que hacer ni plegarias que decir, cada uno escondido en su propio rincón, los tres sabían que los días de la familia estaban contados.
Las cosas en la casa continuaron con su curso habitual cuando, en una noche fría en la que el viento ululaba en palpitante agonía, Yolanda entró corriendo al cuarto de sus papás. Pensando que estaba asustada, Pedro se apresuró a consolarla. Pero no fue miedo lo que notó en su voz.
- ¿Son ellos, papi?, preguntó Yolanda con esperanza.
En la calle, Pedro vio copas de árboles meneándose, antenas de televisión volando, postes de luz temblando, bolsas de plástico y hojas de papel subiendo en remolinos hacia el cielo. Y arriba, pinchando la tela oscura del firmamento, la luna roja y gigantesca. En el instante en el que torbellino daba la impresión de tocar la luna, un relámpago alumbró la noche.
- Sí, princesa. Son ellos.
El fenómeno despertó en Pedro un anhelo que lo acompañó hasta terminada la cuarentena, el anhelo de que quizá, cuando las puertas se abrieran, las cosas pudieran ser como antes. Sin embargo, esa mañana en el restaurant, con Clara evitando conectar con su mirada, Pedro supo que la sentencia para los dos había sido dictada. Infantilmente se preguntó qué habría pasado con los protagonistas de la historia ahora que eran libres para estar juntos. ¿Se habrían dejado contagiar por la histeria, como todos? ¿Habrían salido corriendo a la calle sólo para descubrir con tristeza que nada hay afuera si no existe adentro?
- No recuperamos nada – se dijo -. Nos trajimos el encierro con nosotros.
Cansado de esperar, Pedro hizo lo que muchos: escogió varios platillos del menú y los pidió para llevar.
Más minutos pasaron. Los ánimos hirvieron. Un hombre comenzó a gritarle improperios al gerente, quien por su parte amenazó con echarlo del lugar. Algo en la ventana los detuvo antes de que se lanzaran a los golpes. Preguntándose qué había interrumpido el espectáculo, los comensales voltearon en la misma dirección. Pedro cargó a su hija y la abrazó con fuerza.
- ¿Qué es eso, papi?
- No lo sé.
Abriéndose paso entre los mirones, Pedro y Yolanda se aproximaron al ventanal sin dar crédito a lo que veían. En el centro de la ciudad, elevándose por encima de las nubes, un torrente de luz fluía hacia el cielo y regresaba a su punto de origen formando un majestuoso moño incandescente. La antorcha iluminaba de plata la blanca mañana. El fenómeno debía verse a cientos de kilómetros, pues las redes explotaron con imágenes captadas desde los más apartados rincones. Un sonido gutural y espasmódico acompañaba al misterioso resplandor, mismo que al sonar hacía retumbar la tierra.
- ¡Por fin están juntos! – exclamó Yolanda - ¡El viento y la luna!
Pedro no dijo nada. Permaneció mirando cautelosamente hacia adelante. Abajo, un río de gente se había formado y avanzaba hacia la luz. Sin saber por qué, Pedro tomó a su familia y los tres se apresuraron a salir del restaurant.
Afuera, el tráfico se movía lenta y desesperadamente. La sudorosa procesión se mezclaba con cientos de autos que, imposibilitados para avanzar, eran abandonados por sus dueños sobre las banquetas. Como peregrinos en pos del grial, Pedro, Clara y Yolanda caminaron apretadamente entre la gente por más de una hora, sin poder abrirse paso, ya que a cualquiera que intentara adelantarse le llovían golpes y patadas. Los miles de personas avanzaban movidas por un mismo poderoso deseo del cual no eran conscientes, una reprimida esperanza de encontrar a los pies de aquella torre de luz lo que habían perdido durante el encierro. Clara apresuraba a los que marchaban adelante. Como al resto, a ella también le habían robado algo precioso que le urgía recuperar.
- ¡Vamos, vamos! – arengaba con tono encrespado buscando rebasarlos por la izquierda o por la derecha.
Cuando finalmente llegaron, tuvieron que cubrirse la cara hasta que sus ojos se habituaron al resplandor. Una vez que lo hicieron, ya no pudieron apartar su mirada. Arriba, en el último piso de un edificio destartalado, potentes destellos azul violeta relampagueaban en el interior de un departamento. Con cada relámpago, el torrente se intensificaba provocando en la concurrencia renovadas expresiones de admiración. De pronto, la gente comenzó a aplaudir y a cantar, pero cuando la celebración alcanzaba su punto más ruidoso, la fuente de luz se agotó, y de la misma forma en la que se encendiera horas antes se extinguió dejándolos a todos con una indeleble mueca de decepción. En el interior del departamento no hallaron nada divino ni sobrenatural. Estaba vacío. Cualquiera que hubiese sido la causa del fenómeno había desaparecido. No había viento ni luna ni magia alguna que les devolviera lo que habían perdido. ¡Cómo pude ser tan tonto!, se recriminó Pedro. Creer que encontrarían la salvación en una leyenda había sido estúpido. Clara debió de pensar lo mismo, pues instintivamente le soltó la mano.
Estuvieron a punto de marcharse cuando, deteniéndolos, Yolanda señaló enérgicamente hacia arriba.
- ¡Papi, mira!
Ante sus desprevenidos ojos, el departamento comenzó a llenarse de irreconocibles figuras que, animadas por un motor vital, contrarrestaban los empeños de la oscuridad. Masas de agua se materializaron y criaturas imposibles nacieron y evolucionaron detrás de esa ventana que, en cuestión de segundos, se convirtió en el transparente vientre de un leviatán. Entre relámpagos blancos, azules y púrpuras, el torrente volvió a fluir. Por último, dos siluetas que Pedro no tardó en adivinar: la del hombre que había dejado de ser viento y la de la mujer que había dejado de ser luna. Nadando o flotando, daba igual, ambas se abrazaban en perfecta simetría en la sangre de ese edén que con su desesperada sed del otro habían conjurado para ellos mismos. Abajo, en la calle, el asombro comulgó con la esperanza. De pronto, los relámpagos cesaron y en el departamento reinó otra vez la calma. Liberados del trance, los congregados se dispersaron atentos a lo que su corazón, libre del virus, les dictaba.
- ¿Por qué sonríes, papi? – preguntó Yolanda.
- Porque lo recuperamos.
- ¿Qué?
- Eso es lo que nos toca averiguar.
Pedro abrazó a su esposa y a su hija. Sonriendo como hacía tiempo no lo hacían, los tres regresaron a su auto y se encerraron en su casa. Después de todo, el día apenas comenzaba.
‘El Resplandor’ tardó nueve meses en escribirse. Es un intento de decirle a mi novia lo que el encierro lejos ella ha significado para mí.
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