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El tiempo y Natalia

  • Alejandro Orozco
  • 21 dic 2020
  • 10 Min. de lectura

Fue su teoría sobre el tiempo lo que destruyó al profesor. Alguna vez fue joven y muchos habían augurado para él horizontes sin límite. El científico más brillante de su generación, respetado por sus colegas en la universidad, distinguido por los dirigentes de la ciudad, alabado por los comunes. Sus ideas cambiaron la manera en la que se percibía el universo, y sus leyes cuánticas ayudaron al hombre a comprender las mecánicas que gobernaban a los mundos dentro de otros mundos. Obtuvo reconocimiento, fama y fortuna. Pero el tiempo, ese concepto que creyó dominar a la perfección, se lo arrebató todo.

Una mañana, después de un encierro de más de seis años, el profesor apareció sin anunciarse en la Sala de Gobierno meneando histéricamente hojas repletas de números. Preso de un misterioso terror proclamó que nada de lo que se conocía o llegara a conocerse podría jamás ser posible.

- ¡Absolutamente todo es una mentira! – gritaba. – Nuestras leyes, paradigmas, teorías, hipótesis. Nos hemos engañado durante siglos.

En su angustiosa explicación, a los azorados presentes les dijo que ni siquiera podían catalogarse como mentiras las conclusiones a las que los sabios habían llegado, pues una mentira sólo podía probarse con una verdad y la verdad había dejado de existir.

- Lo que perciben nuestros sentidos no es real – dijo. – Incluso dudo de la presencia de cada uno de ustedes, dudo de los efectos de mi propia voz. Después de haber abordado el problema científicamente, puedo asegurar que la única verdad irrefutable es que vivimos en un sueño.

Poco a poco, primero con disimulada discreción y luego con vulgar desparpajo, las risas de sus pares y de los príncipes de la ciudad inundaron la galería. Desesperado, el joven científico intentó explicar que el tiempo era un concepto que debía descartarse por engañoso y que, contrario a los que aseguraban que podía medirse e incluso manipularse, éste actuaba a capricho.

- ¿No fuiste tú quien aseguró que pronto tendrías el conocimiento para viajar en el tiempo? – preguntaron sus colegas sin dejar de reír.

- Me equivoqué. El tiempo es una substancia inteligente y debe tratársele como tal.

- ¿Y qué propones que hagamos? – le preguntaron.

- Entrar en contacto con él – respondió él tajantemente. – Después de todo, somos sus propias creaciones.

La reputación del profesor se desintegró casi al instante. Tildándolo de loco, por decreto real fue expulsado de la Academia de Ciencias. A partir de ese momento, se convirtió en la vergüenza de la ciudad. En las calles, las personas lo miraban, señalándolo. Los teatros y restaurantes en los que antes había sido bien recibido ahora le cerraban las puertas, y en los congresos de matemáticas y física se contaban chistes a costa suya. Aun así, no era haber perdido la fama y el dinero lo que le arrugaba el corazón, sino el saber que había dedicado su vida y su genio a una falacia.

Así, del calendario se desprendieron las hojas de muchos meses. El escarnio del que había sido víctima se evaporó con el tiempo y eventualmente los habitantes de la ciudad lo empezaron a olvidar. Ya siendo un viejo, pudo volver a salir sin riesgo de recibir burlas. Después de buscar por unos días, encontró un pequeño establecimiento cerca de la muralla norte donde podía descansar plácidamente sin ser reconocido, mismo que llegó a frecuentar casi todos los días.

Sentado en una mesa en el fondo de la posada, el profesor era irreconocible para el mundo. Su piel ajada mostraba el óxido de los navíos una vez que la sal del mar ha producido su efecto corrosivo. Una capa gris cubría su cabellera y de vez en cuando se quitaba los bifocales para acariciar sus párpados cansados. Aunque tiempo y edad carecían de significado para él, era evidente que la juventud se le había escurrido como arena en un reloj. Invisible para los demás, escribía lentamente, como si hubiese pactado con la muerte una tregua secreta y el último de sus días no tuviera prisa en llegar. Con mano temblorosa garabateaba en un cuaderno fórmulas matemáticas, ecuaciones, exponentes, factoriales y algoritmos, con el propósito de probar la hipótesis que seguía mortificándolo. En su mente rondaba la sospecha de que, habiendo sido él quien descubriera las trampas del tiempo, ahora, vengativo, ese mismo tiempo lo mantendría vivo indefinidamente, vivo y lejos de la redención.

Esa tarde, harto de garabatos y sinrazones, decidió darse por vencido. Cerró el cuaderno consciente de que la vida era un sofisma, un vicioso silogismo que pretendía hacer pasar por día lo que en realidad eran tinieblas, y como ciencia lo que era sólo un malabar. Justo en ese instante (sincronías que jamás podrían probarse en un laboratorio), por la puerta apareció una mujer a la que no tardó en reconocer. Había estado en el mesón, pero por alguna razón aquella tarde la mujer cobró relevancia. Era joven, de pequeña estatura, cabello rizado y ondulado, y labios color rosado prestos a reír a la primera provocación. Se movía con gracia, como electrones que zigzagueaban seducidos por la indetectable gravedad del mercurio. Resultaba embarazosa la forma en que el científico buscaba pretextos para ojearla, pues para su mente lógica y pragmática subjetividades como atracción, belleza y perfección pertenecían al mundo de lo efímero y lo inservible. La única belleza del mundo estaba en lo cuantificable, en las ecuaciones que la naturaleza redactaba sobre sí misma en partículas infinitesimales o en macroscópicas galaxias. Avergonzado, miraba de soslayo la palidez de su piel, las finas facciones de su rostro, el azul de sus ojos que lo absorbían igual que un agujero de gusano atrae la luz de las más distantes estrellas. Para defenderse de aquella sensación desconocida, procedió a descomponerla en elementos que pudiera comprender y catalogar. En segundos, los bellísimos ojos azules se redujeron a una rara mutación genética, un simple error de la naturaleza. El profesor sonrió de alivio. La nívea pigmentación de su piel era otro discurso genético involuntario, posiblemente producido por falta de proteínas de la madre. Al dividirla en módulos, el profesor tranquilizó momentáneamente el redoble que sentía en el pecho al verla.

Junto con la mujer, aquella tarde entró un grupo de jóvenes ruidosos y altaneros. Al dirigir su mirada hacia el rincón, uno de ellos reconoció al profesor y, sin pudor alguno, comenzó a susurrar su nombre, señalándolo. Inmediatamente, el grupo miró volteó a verlo como un chacal atisba a una cebra. La sensación de sentirse objeto de mofa recorrió su viejo cuerpo como un torrente de electricidad fría y fatal. Fue entonces que uno de ellos, un joven alto de complexión atlética, se acercó a la mujer y, abrazándola cariñosamente, le murmuró al oído frases que la hicieron sonrojarse. Ella miró al profesor negando con la cabeza. El atleta insistió, besándola en el cuello.

- ¿Por qué no vas tú? – rio ella.

- Hazlo por mí. Te premiaré – dijo él.

Aceptando el reto, ella se acercó al profesor. Por su parte, el ejercicio de descomposición que él había iniciado para no sentirse intimidado por su belleza dejó de surtir efecto y al sentirla próxima palideció.

- Disculpe – dijo ella - ¿no impartía usted la clase de mecánica aplicada en la universidad?

- Sí -- respondió él con una mueca de enfado – Pero eso fue hace mucho tiempo.

La muchacha miró de reojo hacia la mesa donde se encontraban sus amigos.

- Mis amigos quieren saber si es cierto lo que se dice de usted.

- ¿Y qué se dice de mí? – preguntó él con un gruñido.

- Que viajó en el tiempo.

- Si son ellos los que quieren saber hubieras dejado que ellos hicieran el ridículo.

La sonrisa en la mujer desapareció. El científico esperó que eso fuera suficiente para que ella diera media vuelta y se marchara.

- Yo quiero saber – dijo ella abandonando el tono infantil -. ¿Es verdad que se puede viajar en el tiempo?

El profesor levantó la mirada.

- Sólo un estúpido podría pensar que yo dije eso.

- ¿Se puede? – insistió ella.

- No. Lo que dije fue que el tiempo puede viajar por nosotros.

Presa de la curiosidad, la joven inclinó la cabeza. Quitándose los bifocales, el profesor explicó:

- Nos gusta imaginar al tiempo como una constante lineal, elíptica o, en el mejor de los casos, relativa. Pero en todos ellos el hombre es el viajero. Y en todos los casos viaja hacia adelante. Yo propuse que es el tiempo quien decide viajar a través del hombre.

- Eso es imposible -- rebatió ella con genuino interés -. El tiempo siempre sigue su cauce. Nadie puede detenerlo. Usted no sería…

- ¿Viejo?

- Disculpe. No quise…

Desde la otra mesa llegó un silbido. El joven deportista se estaba impacientando. Tal parecía que la broma no estaba saliendo como lo había planeado.

- Dime, ¿qué ves aquí? - El profesor señaló la montaña de cenizas que colmaba el cenicero en el centro de su mesa.

- Cenizas - dijo ella.

El viejo tomó una servilleta de tela y, cubriendo el cenicero, preguntó: ¿estás segura?

- Apostaría el tiempo que me queda esta tarde.

Haciendo un gran esfuerzo, el profesor cerró el puño con todas sus fuerzas. Cuando lo abrió nuevamente, dejó caer el contenido sobre el cenicero. La mujer no podía dar crédito a lo que apareció frente a ella. Las cenizas que antes colmaran el recipiente se habían convertido en polvo de diamante, fino y refulgente bajo la luz del atardecer.

- ¿Cómo hizo eso? - exclamó ella.

- Tiempo y presión - respondió él -. Yo ejercí la presión, pero dejé que el tiempo viajara a través de las cenizas.

Interesada, la mujer tomó una silla y se sentó. A unos metros, el atlético joven golpeó su mesa con la palma de la mano haciendo que dos vasos cayeran sobre el suelo, rompiéndose.

- ¿Puede entonces detenerse el tiempo? - preguntó ella sin prestar atención al berrinche de su novio.

- No, pero podemos detenernos nosotros.

- Hágalo.

Entonces ocurrió el milagro. Sin apartar la mirada del rostro de la hermosa joven, el profesor sintió una descarga de energía que atravesó su cuerpo; le pareció que desde su nacimiento hasta aquel preciso instante su vida hubiera podido medirse en un nanosegundo, volátil y olvidable, pero al mismo tiempo esa breve charla podría extenderse más allá de las manecillas del reloj. La atracción que sintió fue innegable. Los ojos azules dejaron de ser elementos dispersos; en un instante se reagruparon y el resultado fue algo inesperado: elegancia. Incandescentes, brillaban como fuegos beduinos sobre una esfera de antimateria. Sintió una peculiar y desconocida opresión en algún lugar de su espalda, o de su pecho, o de su nuca, dolor que se transformó en compasión por él mismo. Tanta vida dedicada a encontrar la verdad en los números, cuando la suma de todos ellos jamás podría descifrar la belleza que ahora se encontraba sentada frente a él. Comprendió que a partir de entonces su existencia carecería de significado si le permitía a la mujer marcharse sin decirle lo que acababa de descubrir. Aquí está mi redención, pensó, en ti está todo lo que me debe el tiempo. De todas las rutas posibles para conseguir que ella comprendiera su dilema, el profesor escogió la más simple: optó por besarla.

- Por favor, haga que nos detengamos – pidió ella.

El profesor ignoró su petición, así como ignoró también de antemano la violenta reacción que el atleta tendría ante su atrevimiento. Se hallaba concentrado en lograr el cometido que le traería la paz. Sin embargo, su aplomo quedó reducido a polvo cuando descubrió la nueva trampa que el tiempo le había tendido. Calculando los metros que lo separaban de ella, se percató que la distancia podía naturalmente dividirse por la mitad. La mitad de dos es uno.

- ¿Qué harías si pudieras contemplar la eternidad? - preguntó él, frustrado pero sin distraerse de su problema.

- Me asustaría - respondió ella.

- Cierra los ojos.

Ella obedeció.

- ¿Qué ves? – preguntó él partiendo la nueva distancia por la mitad. Un metro partido por la mitad es medio metro.

- Sólo lo que recuerdan mis ojos - respondió ella.

- Ábrelos.

A su alrededor, las personas en el mesón conversaban, se movían, reían y comían como lo habían estado haciendo segundos antes; todo seguía igual, pero distinto. Cada uno de ellos se veía diferente, como si perteneciera a otro tiempo, o mejor dicho, a un instante en medio del tiempo. La mesera recogía los fragmentos de cristal como si una niña de seis años se encontrara atrapada en el cuerpo de una mujer de veintiséis. El hombre gordo de la caja cobraba las notas con la ligereza de un gimnasta; y el novio atlético semejaba a un viejo de noventa, decrépito y falto de energía vital. Le costaba mover el cubierto, le dolía masticar. Pero no era lo único. La trasgresión del tiempo ocasionaba que las cuerdas cuánticas produjeran un sonido parecido al de un flautín. De pronto, la atmósfera se llenó de una hermosísima música incorpórea. La joven miraba hacia todas partes, fascinada, con los vellos erizándosele en los brazos. Frente a ella, el profesor temblaba al concluir lo inevitable. El resultado de dividir cualquier distancia entre dos podía dividirse a su vez por la mitad, y así sucesivamente. ¿Cuántas veces podía entonces dividirse la distancia que los separaba a los dos? La respuesta sonó en su mente: interminablemente. Los labios de la mujer quedaron fuera de su alcance.

El profesor sintió desmayarse, pues mientras ella danzaba con la música de la eternidad, él caía víctima de los caprichos del infinito.

- ¡No se dan cuenta! - exclamó ella maravillada mientras atestiguaba la extraña coreografía a su alrededor -. ¿Hace esto siempre el tiempo?

- Siempre es una palabra inasible. Prefiero decir constantemente.

- A mí me gusta más siempre – dijo ella sin dejar de observar.

- ¿Quieres hacer trampa? – preguntó él.

- Sí.

- Cierra otra vez los ojos. Dime, ¿qué ves ahora?

- Veo jóvenes convertidos en viejos, y viejos que ahora son niños.

- ¿Qué más?

Temiendo que aquella nueva burla del tiempo lo dejara miserable y exánime por el resto de sus días, el profesor aprovechó la distracción de la joven para encontrar una solución a su dilema. Para vencer la distancia en el universo real, él tendría que moverse más rápido que la luz. Fue así que el hombre viejo apostó el resto de su vida en un esfuerzo que físicamente lo despedazaría. Depositó todas sus fuerzas en las piernas, y con toda la determinación de que era capaz, dio ese salto cuántico hacia adelante. En menos de un segundo pudo las vertientes del universo reduciéndose hasta su punto de origen. Desgraciadamente, cada centímetro que sobrevolaba en dirección a los labios de la joven se partía en dos, y luego en dos, y más tarde en dos, de igual forma cada vez. Constantemente una mitad que recorrer.

- Veo criaturas que estuvieron en este mismo lugar muchos siglos atrás, y bestias humanoides que estarán en años por venir. ¿Usted puede verlos?

- No - respondió él acercándose y alejándose al mismo tiempo -. Mi tiempo está invirtiéndose en otro asunto.

A un lado suyo vio pasar la historia no contada de la humanidad, versiones de sí mismo que irremediablemente desembocaban en ese mismo escenario. Envejeció y volvió a nacer. Avanzó aún más rápido, la piel incinerándole los huesos. Finalmente, la distancia cedió. Convertida en polvo, el viejo sintió la proximidad de sus labios, la inmediatez de su boca…

El joven atleta golpeó su mesa. Intempestivamente, la muchacha abrió los ojos. Su mirada mostraba la sorpresa que la invadía.

- ¿Qué diablos te pasa? – preguntó el muchacho -. Queremos irnos desde hace horas y tú aquí perdiendo el tiempo.

De pie, justo entre su silla y la de la mujer, el profesor se sintió ridículo. Adentro, en su pecho, el corazón se contraía bajo el peso del tiempo y la presión, el diamante volviendo a ser ceniza.

- Hasta luego, profesor - dijo ella levantándose para seguir al joven.

- Espera - dijo el profesor - Aún no me has dicho cómo te llamas.

Ella se detuvo. El profesor esbozó entonces una leve sonrisa de triunfo. Reclinándose en su silla, aguardó agradecido la eternidad que le tomaría mencionar su nombre.


A la mamá de Begoña

Viernes 7 de junio, 2013

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