Labios de Evangelina
- Alejandro Orozco
- 26 dic 2020
- 2 Min. de lectura
Indagar en las causas que originaron la destrucción carece de sentido. Sería como intentar dictaminar la fecha exacta del primer síntoma en un cuerpo carcomido por el cáncer. El cielo se ha cubierto con una lumbre verde y mohosa, el viento cala los ojos; es difícil respirar. Cada paso que damos nos devuelve al principio, a los ríos abundantes de tierra, a los valles despellejados de gente, a los secos pozos, a las iglesias profanadas. Nada puede hacerse ya: el mundo está muerto.
Los horizontes adornados con hongos radioactivos confunden cualquier brújula, por eso andamos en círculos. Mi compañero, el que ha estado siguiéndome desde la primera explosión, habla con veneno; la meta de sus palabras es invalidar mi ánimo, corromperlo hasta extinguirlo; verme caer le haría tanto bien. Pero yo sigo con paso firme hacia adelante, hacia donde mi instinto me dice que la pudrición no tiene potestad, más allá de esta ciudad en ruinas. Camino y camino, y cuando el cansancio me exige un alto camino mucho más. Atravieso lugares que no vale la pena nombrar; su memoria se ha convertido en arena y sobre sus dunas brillan carbones encendidos, como si los relojes del mundo hubieran dejado escapar el tiempo.
Mi compañero me flagela con insultos, grande e incansable es su intención de paralizarme. Me dice estás solo, me dice más allá de esa montaña de tierra hay más montañas, y detrás de ellas la primera montaña, de la que nunca debiste salir. Yo camino. Cuesta admitirlo, pero mi cerebro tiene hambre. A veces me detengo, pero sólo para escribir en el lodo. Con el índice escribo frases que serán masticadas por el viento; si no son frases, entonces escribo un nombre.
Estúpido ingenuo, le escucho decir. Mezclas las palabras como alquimista ciego. Pronto morirás. Debajo de una roca encuentro una cucaracha y la devoro. Tengo miedo. Quizá lo mejor sea permanecer sentado y dejar que el polvo de lumbre me calcine. Eso, me dice. Finalmente, la sensatez. Entonces me pongo nuevamente de pie y camino con rumbo al lugar cuyo nombre es antónimo de oscuridad.
Estúpido, vuelve a decirme. Todavía piensas que un bautismo puede limpiarte, que existe un paraje que fue perdonado de la destrucción, que en un bosque alimentado por ríos cristalinos yace una urna de la que podrás saciarte. Te lastimas dirigiéndote hacia allá. Lo único que encontrarás serán raíces secas y columnas vencidas. Primero sentirás la sed en tus pies y luego en tu alma; el regocijo se reservó para los muertos, pero tú decidiste seguir. Ese lugar no existe. Mejor siéntate aquí, déjame verte desaparecer.
Yo continúo mi camino. Ese lugar no existe, insiste detrás de mí. Prefiero dejar de escucharlo. Sobre todo, cuando en mis huesos intuyo lo contrario.
Viernes 22 de mayo, 2015
Cuando publiqué este cuento por primera vez, la mujer cuyo nombre aparecía originalmente en el título me marcó para pedirme que lo cambiara. En realidad no conozco a ninguna Evangelina.
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