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Querida Liloo

  • Alejandro Orozco
  • 17 dic 2020
  • 9 Min. de lectura

Septiembre 25 Querida Liloo, No vas a creer lo que me ocurrió ayer. La cosa más sorprendente. Me disponía a llevarte la carta que te escribí, cuando, al abrir la puerta de la casa, me encontré a Thierry. ¿Lo recuerdas? El protagonista de la novela que te escribí y que nunca quisiste leer. Tenía los ojos húmedos como charcos negros y el semblante caído. Se veía deshojado, como los restos de un barco que no sobrevivió a un tifón. Llevaba puesto un gabán gris que le llegaba a las rodillas. Al verme, se aproximó; sin mayor preámbulo me contó de la enorme tristeza lo aquejaba, que tras descubrir la traición de Sylvie el corazón se le había hecho añicos, que la ansiedad le goteaba por los poros y que la desesperación le provocaba insomnios de muerte. No tenía que decirlo. La palidez en su piel daba cuenta de la zozobra.

- ¿Cómo pudo hacerme esto? - repetía una y otra vez arrancándose los cabellos. Su aliento olía a noches de furia.

Debo confesarte, Liloo, que por ese hombre sentí algo desagradable. Ese no era el personaje que yo creé. Thierry era el protector de un vasto imperio, vencedor de mil batallas, conquistador de tierras lejanas. Él despedazaba bestias con las manos. Sin embargo, viéndolo ahí, encorvado, escuálido, perdido, nervioso, me pregunté si había hecho bien en dejar el peso de mi ficción en los hombros de un ser pusilánime como aquel. Por mi parte, quise decirle cómo lidiaba yo con tu abandono -- ¡con aplomo, por supuesto! --, pero decidí callar. Entonces, con un odio que jamás pensé encontrar en nadie, enterró en mí sus profundos ojos negros, y sujetándome por la solapa, me preguntó por qué había tomado yo, creador de la historia, la decisión de que ella se fuera con otro dejándolo a él vacío como un tarro de mostaza. Me contó de los arranques de celos que le sobrevenían al saberla tocada por otro hombre, de la desesperación que arañaba su pecho al imaginarla en la cama de alguien que no era él, en fin, lo que sufrimos a quienes nos toman por tontos. Indiferente, alcé los hombros y respondí:

- Existen historias que no pueden ser contadas de otra manera.

- Te lo suplico – dijo -. Cambia la historia. Haz que nunca se vaya, que se quede conmigo para la eternidad.

- No puedo cambiar la historia – dije -, pero tu falla de carácter puede ser corregida.

Thierry negó con la cabeza. No era suficiente.

- ¿Podrías vivir el resto de tu vida con un estilete rasgándote el alma a cada segundo?

Entendí lo que quiso decir. Sin más, cerré la puerta. Regresé a mi escritorio, abrí mi cuaderno y con la goma del lápiz borré todo lo tocante a su persona, primero su nombre, luego sus características físicas. Conforme lo hacía, lo imaginaba caminando hacia el puerto, desmoronándose ante la incrédula vista de los peatones. Por último, borré sus sentimientos. No está bien que los sentimientos de un hombre le sobrevivan. Ojalá estuvieras aquí. Siempre, Max Octubre 14 Adorada Liloo, Anoche sólo di vueltas en la cama. Mi mente no deja de preguntar por qué tomaste la decisión de marcharte. ¿Por qué me dejaste, Liloo? ¿Por qué te fuiste? Ayer todo lo que vi careció de significado. No vas a creer lo que ocurrió. Los dirigentes del Partido llegaron y se apropiaron del tren y, sin advertencia, metieron en los vagones a los hijos de los inmigrantes. Entraron a sus casas y les arrebataron a sus hijos. Como los gemidos de las madres interrumpieron mi concentración, no me quedó otra que salir a ver qué provocaba tanto alboroto. En el centro de la plaza me encontré al señor Garrick, ¿te acuerdas de él? Un cuarentón apergaminado que se ganaba la vida contando chistes y haciendo bromas y malabares en la Plaza de la Libertad. Siempre reías con sus sarcasmos, aunque a mí me parecían vulgares y hasta sosos. Los del Partido entraron a su casa y encontraron a sus tres hijos escondidos debajo de sus camas. El mayor, de diez años, hizo lo que pudo por defender a sus hermanitos arrojándoles a los soldados floreros y vasijas, incluso juguetes. ¿Por qué te fuiste, Liloo? Apenas le avisaron, el señor Garrick llegó a la estación suplicando que no se los llevaran. Apiadándose de él, yo creo que por ver cómo el sudor arruinaba su maquillaje, el militante encargado de la operación le propuso un trato:

- Cuéntame un chiste por cada uno de tus hijos. Si logras hacerme reír, dejaré que permanezcan contigo un año más.

Si lo hubieras visto en ese momento, amor, te habrías convencido de que no soy el hombre más triste de la ciudad. Frotándose las manos, cerró los ojos y habló. Ignoro qué fue lo que lo hacía tartamudear, tal vez fuera el sol, que a esas horas producía un calor calcinante, o la concurrencia de mujeres lloronas que, como chacales, aguardaban a ver si el pobre hombre lograba el milagro de salvar a sus propios hijos para que, multiplicando los chascos, salvara a los ajenos. Pero él no estaba en sus mejores momentos. Las innecesarias pausas entre palabras restaban efecto, y cuando finalmente terminó de contar el primer chiste, el militante negó con la cabeza. De inmediato, dos miembros del partido tomaron al menor de los tres hijos, Jacobo, y lo arrojaron al interior de uno de los vagones ante la mirada horrorizada del señor Garrick. ¿No me decías, Liloo, que jamás me abandonarías? El militante miró su reloj y a toda prisa el cuenta chistes recitó sin gracia una anécdota que, reconozco, hubiese resultado graciosa en otras circunstancias. Pero ahí, con los adoquines ardientes quemándole las plantas de los pies, fue como si pronunciara el contenido de un frasco de conservas. Al terminar, de la turba surgieron algunas risas y una chispa de esperanza iluminó el rostro del arlequín. Por toda respuesta, sin embargo, el militante del Partido miró al cielo emitiendo un contagioso bostezo. El bufón tembló. Su fracaso condenaba a la oscuridad del último furgón a Sumya, la niña de ocho años.

- Perdón, perdóname hijita, perdón… - gimió Garrick.

¿De eso se trata tu ausencia, Liloo? ¿Debo suplicar por tu perdón para que vuelvas? Anunciando la hora de partir, el silbato del tren estremeció a la muchedumbre que para entonces se hallaba sumida en un pavoroso embotamiento. El hombre comenzó a contar el tercer chiste. Delante de mí y de decenas de personas musitó palabras que se escuchaban afónicas debido al llanto atrapado en su garganta. Al final, una fuerza invisible le obligó a doblar las rodillas y cayó sobre el suelo. Todos callamos. El ruido del segundo silbato asustó a las palomas en el campanario. Los gendarmes arrastraron al mayor de los hijos, Cyska, hacia el tren. En eso, un sonido inesperado los hizo detenerse. Eran los jadeos del militante del Partido quien, señalando burlonamente el cuerpo compungido de Garrick, no paraba de reír. La miseria del desafortunado payaso significaba una placentera pausa en el ajetreado día del militar. Contagiados por la alegría de su superior, los gendarmes soltaron al muchacho que, visiblemente aterrado, corrió a abrazar a su padre. El silbato sonó por tercera y última ocasión. Poniéndose en marcha, el tren abandonó la ciudad perseguido por hombres y mujeres que lanzaban conjuras contra los villanos que les robaban a sus niños. Salvo por la ruina que eran el señor Garrick y su hijo mayor, la calle quedó vacía. Cuando quise enviarte la carta que te escribí la noche anterior, fue tarde. La oficina postal estaba cerrada. Aparentemente, todos perdimos algo el día de ayer. Max Diciembre 18 Adorada Liloo, No tenerte me ha convertido en una sombra desdibujada y sonámbula. Emprendo de noche largas caminatas en las que pretendo imaginar el lugar en dónde estás, con quién estás. Las calles del pueblo me han escuchado maldecirte sin tregua, pero lo cierto es que, si al doblar la esquina te encontrara, te abrazaría para nunca más dejarte ir. En esas caminatas me ocurren las cosas más extrañas. No me lo vas a creer. Anoche, la brisa del océano arrastró una música triste que rebotaba en las paredes y en las tejas, subiendo y bajando rodeando las farolas, enredándose en las ramas de los árboles y metiéndose en las ventanas de las casas. Hubiera podido asegurar que la música provenía de la luna cesante, pero al llegar al atrio de la vieja iglesia me encontré con un viejo que tocaba una flauta. Estaba sentado frente a una hoguera de hojas secas. Apenas tenía cabello y los pellejos de su piel colgaban como un traje que le viniera grande. De su instrumento brotaba esa negra melodía, cuyo canto endémico no le daba tregua a mi alma. Al verme, el viejo dejó de tocar.

- Algo estoy haciendo mal - dijo. - He tocado y tocado durante noches enteras y no consigo que el fantasma de mi primera esposa deje de importunarme. Me platica mientras labro el campo y se me aparece en la casa a todas horas. ¡Mírala! ¡Se ríe de mí! Lo peor es que mi segunda esposa ha amenazado con dejarme si no lo ahuyento de una vez por todas. Dime, tú, que con tu arte has apaciguado a hechiceras y lagartos, ¿qué hace falta para convencer a su espíritu de cruzar irrevocablemente el umbral hacia el otro mundo, dejándonos a los vivos disfrutar del poco tiempo que nos queda?

¿Cómo explicarle al viejo, Liloo, que si la suma de todas mis palabras no te convenció de quedarte, menos podría convencer a un alma necia de marcharse? ¿Serviría mostrarle mis cuadernos, baldíos como alas rotas, mi léxico malogrado y estéril, mi tinta impaciente y caduca?

- Supongo que la más bella de las artes podría mostrarle el camino al lugar al que pertenece - expliqué. - Debes convertir tus notas en vocablos, sólo así las puertas al inframundo se abrirán dejándola entrar.

El viejo meneó la cabeza.

- Únicamente sé de música. Pero tú eres escritor. Si me ayudas en la transmutación te estaré por siempre agradecido.

Entonces el viejo me extendió una hoja blanca y una minilla de carbón. Después de dudarlo unos instantes, me aboqué a escribir, Liloo, las mismas palabras que en noches rabiosas te grito a puño y sangre rogándote que vuelvas, que me toques con tus ojos, que finalices con tus labios esta escultura que dejaste inconclusa, que tu abrazo me salve del estrago. Palabras que sólo conocen quienes han bebido la savia de mil troncos ajados. Con mano temblorosa escribí nuestro alfabeto, el código simplista que nos hacía reír, esas tres palabras que todavía busco bajo mi almohada y que ya no has vuelto a pronunciar. Y mientras preparábamos pequeños rollos de papel para insertarlos en la flauta, se me ocurrió que tal vez no vuelves porque no encuentras el camino a casa, que tu extravío se debe a una ceguera del alma y que cuando te rodea el silencio te sientes tan desolada como yo.

Con anhelo radiante, el viejo sopló por la boquilla de su instrumento produciendo un sonido sordo y torpe, un carraspeo que no conmovió a nadie. Lo intentó de nuevo. Nada. Otra vez. Lo mismo. El fantasma de su primera mujer permanecía de pie. Marchándome del lugar, atisbé cómo el viejo arrojaba, frustrado, la flauta al fuego. Muchos pasos después, casi llegando a casa, noté por encima de los tejados un vaho escarlata que se deslizaba acarreando un murmullo. Afinando el oído, reconocí la música del viejo, pero diferente. Por debajo de las notas percibí un tenue susurro procedente de las entrañas, desde ese punto que los médicos no se atreven a tocar y que los poetas no saben definir. Ocurrió entonces la cosa más extraña. ¡No me lo vas a creer! En un segundo, las puertas y ventanas de las casas se abrieron una por una, y a través de ellas vi hombres y mujeres corriendo a escobazos a los fantasmas de sus antepasados, quienes, perversos, habían vuelto desde el más allá para contarles que la vida es una tonada interpretada por un insensato a la que bailan idiotas y vacuos por igual. Llegando a casa, me eché en cuclillas sobre nuestro jardín. ¿No lo sabes, Liloo? Ácaros rebosan donde alguna vez sembraste orquídeas. Regresa, Max A la mañana siguiente, exhausto de ánimo, Max cerró su cuaderno. Cubriéndose los hombros con su abrigo gris, salió a la calle y echó a andar hacia la tienda de antigüedades. Recogió un envoltorio y subió por el camino que lleva a la casa de los padres de Liloo. Siete cascabeles anunciaron su llegada. Tras unos segundos, una mujer entrada en años apareció. - Traigo un regalo para Liloo - dijo Max extendiendo el envoltorio.

Con ojos vidriosos, la madre abrió el paquete. - Es una aguja imantada - explicó él -. El extremo dorado siempre apunta hacia donde me encuentro yo. Así sabrá ella cómo encontrarme. Una lágrima cayó sobre el regalo inútil. - Max, ¿no lo entiendes? Cada carta que envías, cada vez que te apareces, es una daga que nos traspasa el corazón. Liloo está muerta, y tu obsesión no hace más que recordarnos el inmenso dolor que su muerte trajo a esta casa. Te lo suplico, no escribas más, no vuelvas. Permite a lo irreparable continuar su curso natural.

Dicho esto, la madre de Liloo cerró la puerta de un golpe dejando a Max respirando una ausencia que jamás dejaría de pesarle. Apabullado, volvió a su casa. Dejando el abrigo caer sobre el suelo, abrió su cuaderno y con mano firme comenzó: Febrero 13 Querida Liloo, No vas a creer lo que acaba de ocurrirme. La cosa más extraña…

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