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Signo vital cero

  • Alejandro Orozco
  • 29 dic 2020
  • 12 Min. de lectura

Para la Dra. Aliza Murow, con infinita gratitud.


1

La sensación de colmillos rasguñándole la piel fue lo que lo despertó. Al abrir los ojos, Daniel tardó unos segundos en comprender que aquello que lo mordía y le arrancaba pedazos de carne eran ratas. Decenas de ratas mordiendo sus muslos, antebrazos, cuello, meneando sus largas y puntiagudas colas por el contenedor. Más por reflejo que por dolor, Daniel se estremeció violentamente y, sacudiéndoselas con las manos, salió a la noche. Con su hombro levantó la pesada tapa de acero y de un salto cayó al suelo escapando del contenedor de basura. Los roedores saltaron detrás de él con la intención de no dejarlo escapar. Uno a uno, él los tomó del lomo arrojándolos contra la pared del oscuro callejón. Chillando rabiosas, las ratas reanudaron el ataque sólo para ser repelidas con más fuerza. Por un instante pensó que el pelaje de aquellos animales le provocaría vómito, pero no fue así. Fue como arrancarse de la espalda un animal disecado e inofensivo. A Daniel le sorprendió no sentir asco ni miedo. Por el contrario, descubrió que no sentía nada. Miró a su alrededor pero no reconoció el lugar en donde se encontraba. En el cielo, la luna era una córnea muerta. Sin reparar en su tétrica figura, cerrándose el gabán Daniel se internó en las húmedas calles de la ciudad.

Entró a la sala de urgencias donde sólo se escuchaban cuchicheos y sollozos. El reloj de la pared marcaba las 3:46 am. Al verlo acercándose hacia ella, la recepcionista dio un salto y corrió a buscar al médico de guardia. Daniel tomó asiento entre la turba de ancianos, embarazadas, heridos, moribundos y achacosos que habitaban la sala de espera a esa hora en la que el mundo se ha vaciado y sólo los desposeídos permanecen. Yo no soy como ellos, pensó Daniel al tiempo que se esforzaba en recordar cómo había terminado en el interior de un contenedor de basura. Al percibir su olor, las personas sentadas junto a él se levantaron y fueron a ocupar asientos más lejanos. Un hombre de lentes y bata blanca apareció por una puerta de cristal.

- ¡Dios mío! – exclamó sin poder dar crédito a sus ojos - Venga conmigo, por favor.

Daniel lo siguió al interior de un consultorio de leprosas paredes y muebles desvencijados. Ahí, la enfermera asistente se apresuró a cubrir su nariz cuando Daniel se quitó el destazado gabán. La peste que emanaba de su cuerpo era tan penetrante que apenas alcanzó a meter la cabeza en un bote de basura para no vomitar en el suelo. Daniel permaneció de pie, observando la escena con indiferencia. Detrás de un escritorio, el doctor le señaló un banco giratorio y le pidió que se arremangara la camisa. Acto seguido, metió una hoja blanca en el rodillo de una máquina de escribir.

- ¿Nombre? – preguntó.

Daniel tardó unos segundos en contestar. Aunque tenía la respuesta en la punta de la lengua, ésta no terminaba de tomar su forma correcta. Finalmente dijo su nombre completo y, conforme le iban siendo formuladas, respondía a preguntas como dirección, teléfono, antecedentes médicos, alergias y adicciones. Las palabras salían mecánicamente, sin emoción, la semblanza de alguien que portaba su mismo nombre y que vivía en su misma casa, pero que no era él. Mientras respondía a las preguntas se percató del deplorable estado de sus ropas. Los jeans eran girones de mezclilla rasguñada, lo mismo que su camisa. El gabán presentaba múltiples laceraciones. Por los hoyos de sus zapatos se asomaban unos calcetines de color oscuro. No recuerdo habérmelos puesto. En la bolsa de su gabán, Daniel encontró su billetera y una corbata azul.

- Muy bien – dijo el doctor terminando de teclear en la máquina -. ¿Recuerda usted cómo llegó aquí?

- Estaba perdido. Vi el hospital y entré.

- ¿Le había ocurrido esto antes?

- No lo recuerdo.

Daniel notó también las heridas en sus brazos, ¿no deberían de estar sangrando? Sin poder ocultar la repulsión que le provocaba, la enfermera colocó el baumanómetro en su brazo. Presionó varias veces la bombilla y aguardó. Frunciendo el ceño, le soltó el brazo; luego, con asco colocó el estetoscopio en su pecho.

- ¿Tiene problemas con estupefacientes?

- No.

- ¿Alcohol?

Daniel meneó la cabeza. Abrió su billetera y se topó con la fotografía de una mujer.

- A ver – dijo la enfermera, asustada –. Tosa.

Él obedeció.

- ¿Estuvo en algún altercado, alguna pelea en algún bar?

- No. No lo sé – rectificó Daniel.

- Doctor, venga a ver esto.

El doctor se acercó a revisar los latidos de su corazón. Se colocó en los oídos los auriculares del estetoscopio y aguardó. Al otro extremo del consultorio, una mosca revoloteaba alrededor de un foco.

- Esto no está bien – exclamó el doctor mirando a la enfermera.

- ¿Qué pasa? – quiso saber Daniel.

- ¿Hay algún familiar a quien podamos llamar en caso de emergencia?

- Sí… mi esposa.

El hombre de la bata blanca procedió a tomarle nuevamente la presión.

- Es imposible. Llame al Doctor Álvarez.

La asistente salió corriendo del consultorio.

- ¡Qué pasa! – dijo Daniel tomando al doctor por el brazo.

Mirándolo fijamente a los ojos, el doctor le respondió:

- Sus signos vitales... no están.

- ¿Qué? ¿Qué significa eso?

- Sabes perfectamente lo que significa – aseveró el doctor regresando emocionado a su máquina de escribir –. Significa que estás muerto.

Daniel miró su billetera.

- Clarissa González – murmuró -. A esta hora debe de seguir dormida.


2


En poco tiempo, el consultorio se convirtió en un hervidero de instrucciones, gritos y recomendaciones. Un enjambre de enfermeras entraba y salía llevando aparejos, revisando anotaciones y repitiendo en voz alta los mismos datos una y otra vez, cada una con un pañuelo perfumado en la cara. Daniel reaccionaba ante todo aquello con decreciente estupefacción, sus emociones abandonándolo al mismo tiempo que sus recuerdos. Como ondas en el agua, lugares, nombres y rostros, así como la noción del tiempo, se alejaron hasta desvanecerse de su memoria. El reloj marcaba las 6:17 am y para entonces había olvidado todo lo relacionado a su pasado inmediato, a su trabajo, a su última comida, a las ratas, a cómo había llegado al hospital. Lo curioso era que la desaparición de todos esos momentos no le provocaba ningún tipo de emoción. Daniel era el único ajeno al asombroso fenómeno de su propia muerte y a las emociones que éste debía provocarle. Alguien conectó los nodos de un ECG directamente a su pecho, pero, en lugar de los brincos y caídas que el punto de luz debía pronunciar, en la pantalla apareció una línea recta acompañada de un constante y monótono sonido. El Doctor Álvarez, director del hospital, entró para corroborar lo que sus subalternos le habían anunciado. Tras revisar los datos anotados en los formularios, con un simple hmmm echó por tierra la anémica esperanza de Daniel de poder contarse aún entre los vivos. Sin nada que decir, Daniel deseó estar en casa, aunque casa fuera un concepto carente de significado.

Para las 7:37 am la mosca en el foco se había multiplicado por cien, y todas revoloteaban encima de él dejando huevecillos en el interior de sus heridas.

- Quiero irme de aquí – exclamó sin emoción.

Como nadie le respondiera, arrancó los nodos de su pecho y poniéndose de pie caminó hacia la puerta del consultorio. Una de las mujeres de cofia le gritó:

- ¿Adónde cree que va?

- A mi casa – respondió él sin detenerse.

Antes de que pudiera salir, dos hombres corpulentos lo tomaron de los brazos y lo devolvieron al banco giratorio, donde lo amarraron con tiras de gasa. Conectaron de nuevo los nodos y en la pantalla reaparecieron la línea verde y el agudo chillido. Daniel no se inmutó. De todas formas no sabría cómo llegar.

- ¿Ya localizaron a mi esposa?

- Marcamos al número que nos dio. Una mujer contesta diciendo que se trata de un número equivocado.

- ¿Puede un hombre morir más de una vez? – murmuró Daniel.

En la puerta del consultorio, una mujer de piel de marfil extendía su brazo hacia él, acariciándolo a la distancia.


3


La explicación a por qué no le permitían marcharse radicaba en el fenómeno mismo. El descubrimiento de un muerto viviente siempre daba excusa para una publicación en el ‘Scientific Journal’ o para ganar el Premio Nacional de Ciencias. A Daniel le molestaba el hecho de que doctores y enfermeras hablaran de su condición como si él no se encontrara presente. Quizá si lo bañamos en formol, sugiero cubrirlo con plástico, preservémoslo en la morgue, abrámoslo.

Poco a poco, los colores que antes pintaban la realidad fueron amalgamándose en el espectro de los grises. Sonidos que había podido distinguir perfectamente le llegaban ahora distorsionados. La muerte había nublado su percepción sensorial. Pero no solo eso. Las respuestas que antes había sido capaz de ofrecer ahora se quedaban tartamudas en su lengua. Dejó de recordar quién era, de dónde venía, hacia dónde se dirigía. Un trasplante, sugirió un hombre que había estado manoseando la teoría de que Daniel volvería a la normalidad si se le trasplantaba un corazón. Pero nada se concretaba. A las 12:34 pm, una doctora que no había visto antes entró al consultorio y repitió por enésima vez la rutina de las preguntas. No usaba cubre bocas ni el pañuelo perfumado, tampoco esgrimía aquella mirada de repulsión a la que Daniel ya se había acostumbrado. Su tono de voz era amistoso y por primera vez ese día Daniel sintió calor. Sin embargo, a pesar de la amabilidad en sus palabras, no pudo contestarle nada sobre su vida anterior; ignoraba si había sido astrofísico o músico de filarmónica, si había develado el misterio de la genética de las coníferas o si se había ensuciado las manos definiendo π. Tampoco recordaba el nombre de sus padres, si tenía hermanos, o algún amigo a quién recurrir. Todas ellas, preguntas que debían dolerle, simplemente se diluían en una vaporosa melancolía. Su boca le sabía a keroseno. Con el paso de los minutos, un enjambre de moscas los cubrió a ambos. Afuera del consultorio, el escándalo ardía.

- ¿Qué sientes? - preguntó ella bajo el zumbido de los insectos.

- Una rencorosa apatía – respondió él tras meditarlo.

La doctora acarició su mejilla. Acto seguido, desanudó sus ataduras.

- Vete – le dijo cubriéndolo con su gabán - Ellos no merecen que seas su respuesta.

En ese momento, Daniel la reconoció. Era la mujer que horas antes no se había atrevido a tocarlo. Agradeciéndole con sus ojos muertos, aprovechó la conmoción reinante y salió del hospital envuelto en una cortina de moscas. Cubriéndose el rostro con el cuello del abrigo, regresó clandestinamente al mundo, ahí donde el solitario mantenía su pacto inquebrantable con el mediodía.


4

Durante las siguientes horas Daniel caminó por artríticas calles que le ladraban al pasar. Buscaba en rostros anónimos alguien que, reconociéndolo, lo sacudiera por los hombros y le dijera no fue en vano. Su reflejo en un charco le devolvió una imagen despellejada y vagabunda, un ceño desconfiado y rulos grasientos en los cabellos; dos pómulos cadavéricos resaltaban sus oscuros ojos desprovistos de luz. Lo primero que se pierde al morir es la semiótica de uno mismo. Después, la noción del tiempo. Llevo muerto toda mi vida. Abrió entonces su billetera y encontró una credencial con una dirección. Tardó en asimilar lo que decía, pues las palabras habían comenzado también a perder su significado. Avanzó apenas consciente de los perros y las ratas y las moscas que lo seguían, el flautista ignorando a una Hamelin bufona y cruel.

En un callejón sombrío encontró a un niño tiritando de frío. Daniel se quitó el gabán pero, al entregárselo, el pequeño se lo arrojó a la cara.

- ¡Está roto! – reclamó - ¡Y apesta!

Afuera de una iglesia, sobre una escalinata de ladrillo, una novia vestida de blanco lloraba sosteniendo temblorosamente una carta. En el teléfono de la esquina, un hombre le suplicaba a su esposa que le diera una última oportunidad. Todo en blanco y negro.

Al llegar a la calle y detenerse en el número, tocó el timbre. Nadie le abrió. Se asomó por la ventana y vio, en la sala, a un hombre besando a una mujer pelirroja. Era la misma de la fotografía. Se veía feliz. Llamó a la puerta y esta vez ella le abrió.

- Daniel – dijo ella con sorpresa y nerviosismo -, ¿qué haces aquí? Estás en las noticias.

- Clarissa – exclamó él buscando abrazarla. Como ella se echara hacia atrás, él continuó –. Me ha ocurrido algo inexplicable. Intentaron localizarte del hospital, pero aparentemente tenían otro número.

- Era yo. Dije que era número equivocado pues no sabía si debía ir o no.

- Necesito que vengas conmigo – dijo Daniel, confundido por la respuesta de Clarissa -. Necesito que les digas que esto es un error, que estoy vivo. Explícales que tú y yo tenemos una casa, una vida, que esto que me está pasando es momentáneo.

- Daniel – exclamó ella mirando de reojo hacia adentro de la casa -, no tengo nada que reprocharte. Tampoco estoy diciendo que esto sea tu culpa, pero por algo pasan las cosas. Tal vez… tal vez esto sea una oportunidad para que nos replanteemos nuestra relación, definir qué es lo que queremos el uno del otro.

- ¿Nuestra relación? ¡Eres mi esposa!

Clarissa rompió a llorar.

- ¿Por qué eres tan egoísta? – dijo entre lloriqueos - ¿Por qué no puedes pensar un segundo en mí? ¡Lo único que quería era un matrimonio normal! Pero mírate. ¡Estás muerto, Daniel! ¿Qué van a pensar mis amigas cuando se enteren que duermo con…tigo?

- Que soy tu esposo.

- Ese es tu problema – espetó ella -. La vida no es como tú quieres que sea. La vida es y ya. Perdón, no puedo seguir hablando contigo.

Daniel levantó una mano impidiendo que Clarissa cerrara la puerta. Entonces, ella remató:

- Hasta que la muerte nos separe, ¿te acuerdas?

La puerta se cerró con un golpe. Con la última idea de vida que le quedaba, Daniel se llevó la mano al pecho y se arrancó el corazón. Sin saber qué hacer con él, lo dejó en una maceta y se marchó. Horas después, con los huesos de su cuerpo desintegrándose, se refugió en el interior de un bar.

Adentro, ojos amarillentos perdidos en botellas ámbar, deformes trapecistas girando en tubos de acero, meseras limpiando salivaciones deshonrosas, el este del Edén. Una televisión con las noticias de la tarde. Dejándose caer sobre una silla, Daniel esperó lo peor.

- ¿Qué va a ser? - le preguntó una mesera con una blusa escotada.

- Cualquier cosa – respondió él – Sólo quiero que acabe.

- ¿Qué?

- El tiempo.

La mesera fue a la barra donde vertió dos hielos y un líquido viscoso en un vaso manchado de grasa, mismo que colocó frente a él. Daniel dio un sorbo pero no detectó ningún sabor en su lengua. Por la puerta, la doctora que le ayudó a escapar del hospital esa mañana apareció. Miradas lobunas la siguieron hasta la mesa donde él se encontraba.

- Ni siquiera el hielo me escuece – dijo él – Perdí hasta las ganas de anhelar.

- Yo sé - respondió ella.

- ¿Cómo me encontraste?

- ¿Estás bromeando?

Asomándose por la ventana, Daniel pudo ver las centenas de animales que habían sido convocados por la tremenda peste. Arriba, una parvada de buitres sobrevolaba el bar aguardando ansiosamente la aparición de su cena.

- Dejaste una gran conmoción en el hospital, se les escapó su premio Nobel.

Daniel meneó los hielos. Ella lo miró nerviosamente, ahuyentando con sus dedos decrépitos las moscas que la habían seguido al interior. En el noticiario, una fotografía de Daniel, una jugosa cantidad de dinero como recompensa y un número telefónico al cual llamar en caso de entrar en contacto con el sospechoso, al que, por cierto, se le consideraba extremadamente peligroso. El cantinero, la mesera y las bailarinas lo reconocieron de inmediato. Murmullos amenazadores. Entonces, en medio del funesto estropicio, la doctora acercó hacia él sus labios e intentó besarlo. Echándose hacia atrás, Daniel la rechazó dejándola con los ojos cerrados y la cabeza reclinada en el aire.

- Es un truco vulgar - mencionó con voz neutra - Pretender que volveré a ser tu maldito experimento sólo porque te atreves a besar a un cadáver.

Sin dejar de mirarlo, ella desabotonó su blusa y dejó asomar en su pecho un boquete del tamaño de un puño, justo ahí donde debería encontrarse su corazón.

- Tampoco recuerdo quién soy - exclamó.

A Daniel se le murieron las palabras. Durante algunos minutos lo único que pudo escucharse en el bar fue el taladrante zumbido de las moscas. Finalmente, dijo:

- No sé por qué me pasó esto. Ojalá tuviera un corazón.

- ¿Y ser como ellos?

Él reparó en ella por primera vez. Se encontró con un cabello rubio pajizo que se rehusaba a entiesarse, una tez de casablanca que repelía las sombras y una bella y tenue sonrisa de paciente aceptación. Los ojos, cada uno un verde grial, transformaron la perspectiva de una muerte solitaria en la posibilidad de un último suspiro, digno y tranquilo. Como él, ella estaba muerta, pero en aquella muerte él encontró significado. Haciendo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban, tomándola de la mano la llevó a la calle, lejos del bar, lejos de los hombres, afuera de la ciudad.

En un baldío se desplomaron. Recargaron sus cuerpos contra el tronco seco de un árbol. Abrazados, rogaron por una erosión que los llevara lejos. Pero siguieron ahí. El tránsito del viento de los siguientes días los empujó cada vez más hacia el otro, hasta que la tibieza de su respiración desplazó la memoria de otras caricias. De sus cuerpos abrazados brotó moho y pasto, y en el milagro hubo propósito. Con elegante obediencia ambos aceptaron convertirse en una escultura de hojarasca. Con el paso de los años aun los perros y las moscas se olvidaron de ellos. El peso de hojas secas, la hiedra que los anudaba y el reptar de insectos invertebrados terminaron por aproximar sus labios. La gravedad se encargó del resto. Invisiblemente, él se deslizó sobre ella; imperceptiblemente, ella dijo sí. Con la última chispa de conciencia, sintieron aquel beso perpetuarse más allá de ese tiempo al que tanto habían temido. Ahora, sólo quedaba comprender que detrás de cada acción, de cada olvido, de cada ¿por qué?, había designio.

Juntos alimentaron la tierra.


ידידות היא בית נפש יחיד בשני גופות.


Jueves, 3 de octubre de 2013

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